Carlos Álvarez Teijeiro *

Por extraño y paradójico que nos resulte, hay peor ciego que el que no quiere ver: el que cree estar viendo y concede a la virtualidad la condición de lo definitivo, quien piensa como “comunidad” lo casi único que pueden concedernos las redes, esto es, mero “contacto”, y el que considera que la “conectividad” es sinónimo de “comprensión” del mundo y no tan solo uno de los múltiples medios para lograrla.

Sin embargo, y en contra de lo que podría parecer a primera vista, no existe imposición alguna para que todo esto ocurra, sino libre cooperación absoluta a la hora de convertir nuestro estatuto de ciudadanos de una democracia en mero tráfico de datos de una red, lo que nos exonera de cualquier responsabilidad acerca de la comprensión del sentido y el propósito del veloz flujo de información: ser es ser online y streaming, puro presentismo, pura carencia de reflexión.

Ciertamente, hay que huir de la prometedora seducción de los diagnósticos apocalípticos sobre la cultura contemporánea, pero decididamente hay que escapar también de las miradas ingenuas sobre los efectos vitales de las tecnologías, las que fueren, pues a veces empequeñecen la propia existencia. “¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento? ¿Dónde está el conocimiento que hemos perdido en información?”, se lamentaba T.S. Eliot.

El que no anda escaso de sí mismo no necesita completarse con todo tipo de dispositivos

Afirmaba Tácito que “la esclavitud es tan degradante que los hombres pueden llegar a amarla”, tal vez por eso hoy nos autodisciplinamos para ser funcionales a la lógica del mundo virtual planetario hasta el punto de convertir al Panóptico de Bentham o al Gran Hermano de Orwell en instrumentos de vigilancia cándida y poco sofisticada: nadie vigila mejor al yo que el yo mismo y sus estrategias represivas, por muy enmascaradas que se presenten, por mucho que comparezcan al modo de elogios de la libertad de elegir entre unos contenidos y otros, unas plataformas y otras (pero no de no poder elegirlas).

Ser clandestino en este contexto no significa rechazar la tecnología y sus muchas bondades, sino utilizarla de manera prudente y austera, permaneciendo en la condición de dueño y usuario más que en la de mero consumidor pasivo, cuando no directamente adicto.

De este modo, elogiar la clandestinidad implica reivindicar la autonomía y la libertad de quien no anda escaso de sí mismo y necesita completarse con todo tipo de dispositivos a modo de prótesis del yo, más invasivos que extensivos, una suerte de cirugía plástica tecnológica que convierte toda interioridad en exterioridad, todo lo íntimo en obsceno, cuanto merece guardarse en lo que debe exhibirse, lo secreto y clandestino en lo proclamado sin pudor alguno y a los cuatro vientos.

En este escenario, la clandestinidad es una forma de lúcida resistencia ante lo que se nos antoja inevitable, mostrando justamente que esa inevitabilidad es falsa y que la esperanza libre en lo mejor es siempre posible.

*Profesor de Ética de la Comunicación de la Escuela de Posgrados en Comunicación de la Universidad Austral.